Conducía una mañana,
por una loca carretera de
curvas
y no sabía dónde me
llevaba.
Escuchaba el ruido del motor,
la añoranza en mis oídos
gritaba
mi música favorita:
Eran acordes de guitarra,
nostalgia que mi corazón
arañaba
nostalgia de recuerdos
que en mis oídos resonaban.
Me detuve y pare el coche…
Mis ojos lloraban…
Algún que otro poema
en mi mente recordaba.
La niebla se había quedado
dormida
y la mañana despertaba
sobre el lecho de la
campiña.
Sobre ella se extendía
un capote
del color de las amapolas.
Los senderos que cruzaban,
parecían recitar a plena luz del día
y se respiraba un suave perfume,
coqueteaba y me embriagaba,
produciéndome un éxtasis
que a mi cuerpo elevaba.
A lo lejos…
en lo alto de un cerro,
casitas pequeñas y
empinadas
formaban un blanco pueblo.
De pronto, frente a mi mirada…
Me sorprenden unos oscuros
ojos
que desafiantes me
observaban.
Allí quieta quede,
esperando tras la
alambrada.
Por un momento pensé
quitarme el pañuelo de mi
cuello
y salir al ruedo a dar dos pases,
como hacen los toreros…
Me lleve las manos a la
cabeza
y no llevaba montera ni
sombrero…
Sentí el paisaje de mi interior
como un sordo rencor del
tiempo,
y me fui dejando atrás
la vista de aquel pueblo,
aquel toro y aquellas
flores
que había puesto en mi
pelo
y…, volviendo a mi mente
todo un misterio de
recuerdos
( M. Sánchez, 9-3-2012)